¿Quién es el iletrado? 


¿En qué país se criaron los «intelectuales mexicanos» de la calaña del engreído Nicolás Alvarado, incapaces de maravillarse con nuestra cultura popular e idiosincrasia? 
Si Juan Rulfo hubiese ignorado todos los pequeños detalles del pueblo, lo coloquial, las tradiciones y costumbres, jamás hubiese podido crear una obra literaria con reconocimiento mundial, digna de nuestro orgullo, como lo fue: El Llano en Llamas, por ejemplo. 
Diego Rivera plasmaba en sus obras, a mexicanos comunes y corrientes, y no desdeñaba detalle alguno por parecerle precisamente común, y sus murales son reconocidos en todo el mundo gracias a esa visión de lo sencillo que con su talento convirtió en arte. 
El colorido, lo coloquial y lo que pareciera ser ordinario de nuestras costumbres y tradiciones populares, para quien tiene la sensibilidad nata de lo artístico, se convierte en una oportunidad imperdible de transformarlo precisamente en arte. Eso aquí en México y en cualquier parte del mundo, no es otra cosa más que cultura. 
Me pregunto: ¿esos intelectuales, elitistas y malinchistas, habrán escuchado alguna vez el Huapango de Moncayo? ¿O solo escuchan autores clásicos de otros países, para presumir una cultura internacional? 
Las canciones de Juan Gabriel, tienen excelentes arreglos musicales; incluso sus creaciones, han sido tocadas por sinfónicas en diferentes partes del mundo. Algunas melodías del finado michoacano ¡son una delicia! tan solo escuchándolas de manera instrumental. 
Quien se asume clasista, y al mismo tiempo se ostenta como un intelectual, está negando ya la posibilidad de reconocer el arte que nace en las entrañas de la cotidianidad de nuestro país, por sentir que no es merecedor de su refinada atención. 
Nicolás Alvarado, al referirse como «jotas» a las lentejuelas del atuendo que usaba Juan Gabriel para sus espectáculos, esta menospreciando a la comunidad gay; y termina rematando que esa forma es «naca»… y así, condena a todos quienes alguna vez hayan osado en vestir con lentejuelas con un adjetivo despectivo, que para mi gusto, si tuviera que señalar a alguien como «naco» lo señalaría a él, precisamente por su ridícula manera de vestir, pues para ser hay que parecer, y este tipo más que un gestor cultural, parece un frustrado fifí sin barrio, sin identidad y que además recurre a adjetivos inexistentes en la RAE (Real Academia de la Lengua Española).
Si algo carece de sentido, es precisamente su ofensiva e iletrada opinión, carente de una sintaxis a la que precisamente hace referencia por la supuesta ausencia de la misma, en las canciones de Juan Gabriel. 
Dejó esta pregunta por aquí: ¿Este fatuo señor Nicolás Alvarado, es en serio, el director de TV UNAM? 

El retrato


José era un hombre muy callado, su pasión era observar todo en silencio, y después pasar horas y hasta días pintando lo que veía. 
En el pequeño poblado, era admirado por lo que pintaba, siempre veía cosas imperceptibles para la mayoría, y eso causaba mucho asombro, porque esos pequeños detalles y la calidad de su pincel dejaban plasmado en los lienzos imágenes que dejaban a las personas encantadas en silencio admirando la energía de sus obras. 
José empezó a pintar retratos de muchas personas. Los iba a visitar, no llevaba nada, solo los veía detenidamente, causaba nerviosismo la profundidad de su mirada. Lo más intenso era cuando miraba a los ojos de sus modelos, parecía que traspasaba por ellos, y miraba el interior. 
Así sin nada más se iba, y durante días se le veía poco. Cuando finalmente terminaba, entregaba sus obras a sus clientes en el jardín del pueblo. Se divertía viendo como las personas se asombraban viendo la semi perfección de sus retratos. Los modelos al verse reflejados en el lienzo del artista, buscaban sentarse, como si presintieran su caída, y no dejaban de ver con perplejidad detalles que ni ellos notaban de sus facciones; pero lo más impresionante era que siempre, dibujaba alguna figura en el corazón, y algo en las manos, y era algo que nadie había platicado a José, pero que tenían una fuerte relación en la existencia de las personas. El carnicero del pueblo, al ver su retrato, dijo haber sentido como si se hubiese visto a sí mismo desnudo, se cubrió la boca abierta con la mano, mientras dejó que brotaran las lagrimas sin siquiera limpiárselas. 
La calidad de sus obras, definía hasta las venas de los ojos, el tono blanquecino de cada quien era exactamente el mismo. Así, José se hizo de mucha fama y prestigio en toda la región. Algunos clientes, pedían al artista no exhibir sus retratos en el jardín, ellos personalmente los recogían en el estudio del pintor, estudio habilitado en su casa, desde donde se podía ver y escuchar la fuente y el sonido del agua que relajaba el ambiente. 
La señora de Lorca, una mujer en los 50’s muy elegante, además de hermosa, que fácilmente podía despertar la envidia de cualquier jovencita, invitó al artista a su hacienda para solicitarle un retrato. Jose aceptó la invitación. Mientras degustaban las generosas viandas que adornaban la rectangular y larga mesa del lujoso comedor de la Señora, ella trató de impresionar a José, simulando como que casualmente iban niños a pedir ayuda, y ella delante del pintor, daba monedas a los pobres inocentes desvalidos. 
Después de haber disfrutado los alimentos, pasaron a una sala de la hacienda donde especialmente se tomaba el té. Ella solicitó la fecha para ir a modelar a José para su retrato, ya hasta tenía lista una pared para la obra. José dijo que no sería necesario, que tan solo con esa visita bastaba para él poder realizar la pintura. Se despidió, prometiéndole informar cuando estaría listo su retrato. 
Durante el día de la estancia del pintor en su hacienda, la señora de Lorca, pudo comprobar todas esas cosas que decían del pintor. Se dio cuenta de lo observador que era, y ella había quedado cautivada por esa mirada penetrante del artista, que traspasó sus ojos y se metió tan dentro de ella, que hasta le costaba trabajo respirar de la emoción y de una sensación que le causó cierto placer, ya que José quien tendría unos 45 años, era un hombre bien parecido, y no le había sido indiferente. 
José tardo un par de meses en terminar la obra de la Señora de Lorca, quien estaba impaciente esperando noticias del pintor. Por fin, José mando un propio a informar a la señora que la obra estaba lista, y también le mandaba preguntar si quería recoger el retrato en su estudio o en una exhibición que haría en el jardín, donde entregaría dos retratos más. La señora Lorca, segura de su belleza, de su elegancia, de su amabilidad, atenciones y de la buena impresión que habría causado en el artista, prefirió la exhibición en el jardín del pueblo, donde presumiría con las personas de ahí y sus invitados que la acompañarían, su retrato hecho por el pintor del momento. 
Finalmente llego el día domingo, donde la concurrencia de las personas en el jardín, lo pintaba de un contrastaste colorido que lo hacía hermoso. 
Obviamente la señora de Lorca y sus invitados, hacían la diferencia en elegancia. Sus vistosos vestidos, anchos sombreros y refinadas fragancias, eran la sensación.
Por fin, José que a petición de la señora de Lorca, inició develando los primeros dos retratos para dejar por último el de ella, la señora decía que quería disfrutar hasta el último minuto su exposición y su presencia. 
La primer obra era de una señora que tenía una posada, donde ya casi no había cuartos de renta, porque ella había adoptado a muchas personas que no tenían hogar. Ella, la señora Esther, era regordeta, ya en los 60’s; su cara redonda dejaba ver unas rosadas mejillas, le faltaban un par de dientes pero su sonrisa era hermosa, su mirada destellaba una bondad que erizaba la piel, en su corazón, José dibujo unos leños ardiendo, y en sus manos las sombras de los rostros de los viajeros agradecidos y de los inquilinos de doña Esther, arriba un cielo azul, y un enorme y frondoso árbol, como los que había en la región, pero ninguno tan majestuoso. Doña Esther lloraba y se echaba aire con su mandil en su encendido rostro, estaba emocionada. Decía ella, que no merecía tanto. 
El segundo retrato era de Agustin, un señor que parecía amargado y que hablaba poco. Tenía un escritorio público, y muchos estantes con libros que permitía leerlos en el jardín con la consigna de regresarlos, y por eso no cobraba nada. Don Agustín no pidió el retrato, José se lo quizo obsequiar. Su rostro no podía ser más exacto, su mirada a través de los anteojos era de bondad, una bondad difícil de comprender, pero que se siente y los que ahí estaban así lo notaron. Detrás de él se veía una gran luz, de verdad que el trabajo de José en ese retrato era excelente, pues esa luz que había pintado, parecía que encandilaba. En sus manos sostenía muchas llaves, de todo tipo, como si las ofreciera a quien quisiera abrir alguna puerta. En su corazón había dos manos sosteniéndose entre sí, dos manos de alguien que está pensando. 
Don Agustín se emociono, pero no lo demostraba, en su retrato su rostro era más emotivo; él no decía nada, se sobaba las manos nervioso, pero no dejaba de ver su retrato, despegaba la boca sin darse cuenta, y de reojo volteaba a ver a José, quien como siempre observaba todo con mucha calma, sentado, con la pierna cruzada y una varita en la boca. 
Llego el turno de la señora de Lorca, quien agitaba nerviosa su abanico español de madera rosada y papel pintado con flores a mano por artistas de Valencia. 
José camino lentamente, tomó la manta y antes de jalarla para dejar al descubierto el retrato de la señora, le miró fijamente a los ojos, ella entendió la pregunta y asintió. 
La primera impresión al ver el rostro del retrato, fue la impresa belleza del rostro de la Señora Lorca, sus grandes y hermosos ojos lucían, ella sonrió nerviosa y expiró profundamente sin dejar de agitar su abanico, sudaba… Pero mientras fijaba más su mirada, empezó a notar algunos rasgos que no le agradaban, las venas de sus ojos estaban inyectadas de sangre, como cuando se encuentra en estado de exitación, su vestido se encontraba recogido hasta arriba de las rodillas, sus piernas lucían hermosas, pero ligeramente abiertas, y una de sus manos luchaba por sostener el vestido, como si una fuerza lo quisiera levantar. En la otra mano, en sus elegantes uñas perfectamente decoradas, lucían pedazos de la ropa de los niños que fueron a pedirle dinero frente al pintor. Sus joyas lucían enmohecidas, y en una esmeralda que pendía de su arete, se notaba el rojizo color de la sangre. Detrás de ella, se veía un enorme granero, lleno de los granos que se producían en la región, pero si observabas bien, por debajo se notaba infestado de roedores. Había poca luz en el lienzo, más bien el pintor había hecho alarde de su destreza para manejar las sombras, tan bien como lo hacía con la luz. La señora Lorca se acercó aún más y pudo ver en el reflejo de su mirada, en la pupila, la silueta de un hombre joven desnudo… Así, se sintió ella en ese instante: ¡desnuda! ordenó tapar nuevamente la obra y que la llevaran a su lujoso carruaje. Busco a José con su mirada altiva y elegante, le hizo una seña con un guante de seda nacarado, el pintor se acercó con la calma que lo caracterizaba, ella le extendió un abultado sobre, él lo tomo, lo puso en la palma de su mano como si fuera una báscula, todo esto sin que ambos se perdieran la mirada. José fue el primero en voltear hasta donde estaba un niño humilde con sus hermanitos jugando con las palomas, le llamo, se hincó y le guardo el sobre en su ropita, le dijo algo al oído, lo beso en la mejilla, y el niño se fue feliz. La señora Lorca no había perdido el mínimo detalle de lo sucedido, miraba a José con desprecio, le temblaban los labios, por fin le dijo a José que ese retrato no era ella. 
José, se dio la vuelta cruzo los brazos por detrás y alejándose caminando, le contesto: ¡por fuera!